
Desde temprano, con un paso fatigado pero decidido, Norman Enrique Cato avanza entre las filas de los ejemplares que se preparan para ingresar a la pista central de la 137ª Exposición Rural de Palermo. A sus 81 años, este asesor genético lleva consigo la experiencia de 64 ediciones de la muestra ganadera más significativa del país. “Nací en el condado de Aberdeen, al noreste de Escocia. Mi familia era de ovejeros”, comparte con LA NACION, mientras su mirada evoca recuerdos del pasado.
Su historia narra la travesía de un joven que, movido por la curiosidad y el ansia de aprender, cruzó el océano hacia un destino imprevisto. “Comencé a trabajar muy joven, a los 16 años, como ayudante en una cabaña cercana a mi hogar. Siempre me gustó competir”, rememora.
Un día, mientras disfrutaba de su día libre, su tío, mellizo de su madre, llegó a su casa acompañado por un destacado cabañero, quien le habló de su trabajo en una cabaña bovina en Palermo, explicándole que se trataba de la Exposición Rural de Palermo.
Con apenas 18 años y con solo dos palabras en español—“gracias” y “buenos días”—, Norman arribó por primera vez al país en 1962. “No tenía idea. Me comentó que venía a Buenos Aires cada año, 30 días antes de la muestra ganadera para preparar los ejemplares, pero que esta gente necesitaba más tiempo. Les sugirió que buscaran a un chico joven, que lo llevaran a su casa a trabajar, lo enseñaran y luego lo enviaran a Argentina durante el tiempo requerido. Miré a mi madre, Elsie, quien humildemente me dijo que no pensara en ella y que me fuera. Ese chico fui yo”, relata.
Los primeros días en Buenos Aires, antes de trasladarse a Córdoba donde se encontraba la cabaña, no fueron sencillos. “Me alimentaba solo de sándwiches y café porque era lo único que entendía en el menú”, recuerda entre risas. Tras participar de la Exposición de Palermo, regresó a su Escocia natal.
Sin embargo, un nuevo llamado del campo argentino no tardó en llegar. “Mi madre me consiguió un trabajo como peón general en una chacra vecina. Poco después, me contactaron desde una cabaña en la provincia de Buenos Aires. Firmé un contrato por dos años que terminó convirtiéndose en siete”, señala sobre sus comienzos en la cabaña Moromar, en Necochea. Allí se consolidó como profesional y trajo a Argentina a su primera esposa, una novia que había dejado en Escocia.
Su gran avance llegó de la mano de la histórica cabaña Comega. “Supe que Pedro González, el cabañero, se retiraba. Un día, en un remate, me acerqué a Octavio Caraballo y le pedí que me tuviera en cuenta. Como no me llamaba, fui directamente a su oficina en Buenos Aires a solicitarle trabajo”, recuerda.
La apuesta resultó exitosa: con apenas 25 años, Cato se convirtió en el nuevo cabañero de Comega. “Al año siguiente, en Palermo, todas las hembras en la fila para el Gran Campeón Polled Hereford eran nuestras. Nadie había logrado eso antes. Fue maravilloso”, asegura con orgullo. Durante sus 19 años en la cabaña, siempre apoyado por Don Ignacio Corti Maderna, quien le concedió la libertad para trabajar, logró 24 grandes campeones.
Sin embargo, cuando la familia Hirsch decidió dividir la hacienda tras el fallecimiento de Mario Hirsch, Cato tuvo que dar un paso al costado. “Me lancé solo. Sabía que alguien me iba a llamar”, afirma. Y así fue: Gabriel Romero, de la cabaña Don Benjamín, lo contrató. Allí permaneció otros 18 años, obteniendo nueve grandes campeones Hereford y tres reservados Angus.
“Creo que heredé ese ojo clínico de mi abuelo materno, quien era un ganadero destacado en Escocia”, reflexiona sobre su sensibilidad para la selección genética. Además de asesorar, ha sido jurado en Palermo en diversas ocasiones y también en el Prado (Uruguay), Esteio (Brasil), Chile, Paraguay y Escocia.
Palermo, año 1973: Norman Catto, Mario Hirsch, Octavio Caraballo e Ignacio Corti Maderna.
Su vida personal también ha tenido altibajos. Su primer matrimonio no prosperó y su hijo regresó a Escocia con su madre. Posteriormente, conoció a una mujer argentina, una “criolla”, con quien tuvo una hija. “Siempre sentí que en Argentina me brindaron un lugar privilegiado. Me consideran y me respetan. Hice muchos amigos en el ambiente y adopté todas las costumbres, salvo tomar mate”, bromea.
A pesar de que una insuficiencia respiratoria le impide ingresar a la pista desde hace dos años, no tiene planes de retirarse. “Sigo asesorando cabañas en todo el país, desde el norte hasta el sur. La Argentina me abrió las puertas y yo nunca fallé a quienes confiaron en mí”, asegura.
Sentado al borde de la pista, observa en silencio a los jóvenes que hoy ocupan el lugar que alguna vez fue suyo. “El tren pasa una sola vez. Hay que subirse. Yo me subí”, concluye con la serenidad de quien comprende que ha dejado una huella en la historia.