
Las declaraciones del ministro de Desregulación, Federico Sturzenegger, han vuelto a generar controversia en torno al sector agropecuario. La semana pasada, insinuó que el campo no proporcionaba “mano de obra intensiva”, y recientemente, en un congreso del Instituto Argentino de Ejecutivos de Finanzas (IAEF), comentó: “Me piden bajar las retenciones, pero Brasil pasó de 50 millones de toneladas de soja a 150 millones y nosotros permanecemos estancados en 45 millones. Por lo tanto, sería más interesante preguntarnos por qué Brasil triplicó su producción, y eso no necesariamente se debe a las retenciones”.
El funcionario apuntó que el auge brasileño se debe al reconocimiento de la propiedad intelectual en semillas, cosa que en Argentina no ocurre. Según él, esta mejora genética ha permitido a Brasil posicionarse como líder global en la producción de soja.
Mientras que el sector agropecuario busca la eliminación de los Derechos de Exportación (DEX), un impuesto muy distorsivo que pocos países aplican, los funcionarios parecen más enfocados en desviar la atención con argumentos que no reflejan la realidad.
Es innegable que Argentina carece de un marco regulatorio moderno para el reconocimiento de la propiedad intelectual de las semillas autógamas. Esta deficiencia ha limitado el mejoramiento genético de cultivos como soja, trigo, legumbres y algodón. Sin embargo, todos los intentos por abordar esta situación durante los últimos 20 años coincidieron con el período de mayor expropiación de recursos del agro debido a los DEX. Desde 2002, más de 200.000 millones de dólares han sido extraídos del sector.
No se puede justificar la falta de reconocimiento de la propiedad intelectual solo por la existencia de las retenciones, pero el contexto es relevante.
El ejemplo a seguir en Brasil es que, desde 1994, cuando se implementó el Plan Real de Fernando Henrique Cardoso y se terminó con la hiperinflación, nunca se instauraron impuestos a la exportación, a diferencia de lo que ha hecho Argentina. Este enfoque se mantuvo a lo largo de diferentes gobiernos, ya sean de centroizquierda como el de Lula da Silva o de centroderecha como el de Jair Bolsonaro. Esta política ha sido fundamental para que Brasil se convirtiera en una potencia agroalimentaria global.
Además, antes de esta transformación, los productores brasileños, apoyados por organismos de investigación como el Embrapa desde los años 70, ya habían comenzado a superar las limitaciones de fertilidad de sus suelos y a expandirse hacia los Cerrados. Este crecimiento estuvo acompañado de una capacidad emprendedora y un sistema científico que los respaldó.
No obstante, enfrentaron desafíos, como el desacato a la propiedad intelectual. A finales de los 90, cuando Argentina y Estados Unidos aprobaron la soja transgénica, Brasil frenó esa innovación tecnológica. Muchos productores, especialmente en los estados de Paraná y Río Grande, recurrían al contrabando para obtener semillas transgénicas argentinas, conocidas como “la soja Maradona”. A principios de los 2000, Brasil finalmente aprobó el uso de transgénicos y empezó a adoptar variedades desarrolladas por empresas como Nidera y Don Mario.
Cada vez que se menciona el impacto de los DEX, sería útil recordar que el propio Javier Milei, en calidad de candidato, calificaba las retenciones como un robo al productor y abogaba por su eliminación. Si bien llevar los DEX a cero de inmediato podría comprometer el plan de estabilización económica, quizás sería más productivo que el Gobierno reconociera esta limitación en lugar de buscar excusas o argumentaciones que no se alinean con la realidad histórica. Esto podría abrir la puerta a una discusión más seria sobre un posible cronograma de reducción de las retenciones. Además, el Gobierno se perjudica a sí mismo, ya que mientras no se ajuste la presión impositiva, no podrá obtener más dólares del sector que más contribuye a la economía, a menos que las circunstancias cambien a su favor.